sábado, 14 de diciembre de 2013

Instantáneas ┼ Dirty Three - The restless waves


cadenas de la memoria, viejos enemigos, arrojar el ancla del olvido  - Uruguay 2011

Más crónicas de CV de su libro imposible y otra vez los Dirty Three con su disco "Ocean songs". Grande esos violines, grande CV también. Salud! 

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Anclas y arcas

Inundar la tristeza espiralada en un relato sin final y abandonarlo entre hojas secas en las típicas montañas otoñales. Retratar la impotencia en un lienzo contingente y probar cuán fuerte es frente al incendio de la acción. Cantar ese nombre que quema a los atardeceres que nos silencian y que ellos nos hagan renacer como una constelación de grillos. Respirar el mar, atacarlo a grandes suspiros, hacerlo enojar, enjaular el salitral del pasado, cicatrizando todas las sales, hiriendo la carne oceánica con esa voracidad existencial que nos hace levitar a cada duda. Olvidar en las costas de ese mar impiadoso todas las palabras imposibles, descifrarlas, traducirlas en la arena sudada, escuchando las opiniones de almejas tímidas, anotar todo lo que nos inspiró ese Dios efímero y atormentado. Rezar por una divinidad sensual, por una promesa de autoengaño. Saber que el cuchillo amigo corta igual que todos. Gracias a la luna de logaritmos inmanejables, en la que las olas me suturaban las brújulas, me di cuenta de esas viejas raíces metálicas, de la maraña quietista, de las anclas invisibles. Ahí mismo, caí hipnotizado por una fogata de sirenas sinceras, con rones y aguardientes piratas, con historias de camas atrapantes, de vómitos viajeros, de robos anónimos, de noches con mapas estrellados. Terminé con una de ellas, manipulado, exorcizado. Y volé en sueños con veleros asmáticos, devorado por una impaciente Moby Dick, con decisionistas pioneros, con ballenas como enemigos, con nazis ecologistas, con capitanes suicidas y el odio de los mamíferos hacia una sombra humana que no entiende de dónde viene el eco que parece controlar sus emociones. Edificios abandonados en un atlantis villero, escaleras mecánicas en un glaciar derretido, en un camino perdido, ardido. La imposibilidad de superar la correlación de fuerzas y finalmente convulsionar. Convulsionarlo todo, revolucionarlo en lodo. Ningún círculo, ningún infierno cínico. En el barro original, inicial. La ilusión del dolor físico evaporada, extinguida. Esa vida vencida, expirada, con gorgojos dulces. Y así despertarse con todas las anclas cortadas, oxidadas en la arena quemada. Como flores secas, muertas, abandonadas. Lo que se aferra: las anclas odiosas, anclas sádicas, anclas morbosas. Anclas autodestructivas, anclas ortopédicas, anclas de la carencia. Anclas con arcas, con enigmas y tesoros. Anclas que amenazan con sus rehenes del pasado. Anclas eróticas, del deseo negado, dignas de hedonistas castrados, arrastrados hasta la sofocación placentera. Todos esas embarcaciones, sus mapas y destinos, ya son libres aunque estén hundidas, reconstruidas, renovadas. En el cementerio de las anclas, el tesoro es siempre una incógnita. La profundidad recobrada para ser explorada otra vez. 

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Bajo las sábanas rojas 

Un interrogante como escudo. Un perfume como la ley de una selva atrapante. Un aroma que me devora como una flor carnívora, un veneno salvaje sin remedio, un infierno de fiebres arrasando todo tedio en mi eros y una figura, una sombra de luces huidizas como un imán sensual. Un belleza incontrolada, alambrada por distancias, custodiadas por viejos miedos, por perros dorados, por almas gemelas que fueron separadas por los relojes de arena. Una monarca sin reino en un museo de corazones intervenidos para ser admirada por aquellos que duermen sin soñar y negada por sus propios ojos en todos los espejos eternos, en todo reflejo de aguas contingentes ametralladas por las lluvias negras. Ella y su otro yo mueren y renacen a cada momento, en cada mañana de pulcritud, como un ave fenix en forma de pato cruel y expectante en un viñedo inaccesible. Muevo las piezas de mi tablero incierto sin saber cuál es mi jugada abismal y los peones se me incendian en el horizonte. Las cartas están marcadas y todos los juegos se vuelven nuevos disfrutes. Un bosque de encuentros fortuitos y un conjuro de atracción sincera con una cerveza embrujada y una noche impar. Un sudor frío en una horas de fuego polar donde los cuerpos siguen dialogando, siguen explorando sus cicatrices. Ellos se tiran flechas para acercarse, combaten con temores filosos para saberse fuertes, para avisar que ningún dolor duele y eso es lo que más lastima, que no se comprometen, que todos los silencios son mortales, que son devotos ateos. Todas esas cenizas que ensucian hay que esconderlas en lo público. Ese es el consejo secreto del Shaolín mudo. Hay que exponerse como un tacho de basura, hay que abrirse como una quema. Hay que dejar entrar a todos a la casa con humedad. No hay que estar limpio, hay que pecar mortalmente, hay que ser inmoralmente lujurioso, humildemente angurriento con el deseo pero sin buscar trofeos, encarnarse sin envidia ni porfía, ferozmente ambicioso en la conquista ignoradas, nunca vistas. Hay que ocultarse pero del pasado, de lo que no existe, de lo ajeno. Hay que avanzar en la rayuela, salir del falso espiral de jugar a la escondidas siempre para que te descubran y para volverse a ocultar en el placer masoquista, ese eterno tobogán circular, impuslados hacia la espera de recomponer esa ausencia que se espera en una esquina infantil. Y desde la nada, desde lo primal ese demonio de tasmania exorciza ese exquisito transpirar de una piel de miel, derritiéndose en el calor de mis dedos, desnudando su espalda, relajando el peso de las dudas, nadando en una loción de bebé, en besos con afecto de niño explorador y en esas manos florece todo un jardín para cuidar. Y un relámpago en el desierto, una lluvia con una luna llena, chispas bíblicas, ostias de lo sublime, llamas de los fuegos de saturno, truenos de un dios revivido por la fricciones amorosas aparecen entre nuestros cuerpos, siento todos tus pálpitos en mis huesos como las olas golpeando las piedras, tu sensualidad excitada, mi ferocidad en celo. Una luz azarosa dispara un destellar hasta el extremo y hace brillar como ninguno ese segundo eterno, ese acto de lucidez perfecto en el que me descubro feliz y sensible a otro tipo de explosiva belleza en la simpleza de verte ahí, a los ojos, bajo las sábanas rojas.

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Tótem y tabú

No se puede. Conjurar su nombre oculto en lo evidente, en las solapas marxistas, en los libros de un santo desterrado, en los esteros de las calles de tierra. No se debe. Jugar con el fuego de los muertos, sus omisiones. Los hilos invisibles. Es mejor evitarlo. No sabemos qué puede suceder. Eclipses de cuerpos. Mañanas de encierro. Exilio en la incapacidad. Una maldición de sísifos paralíticos. La madre que niega a los huérfanos. Los hermanos que mueren desconociendo su sangre. La luna negra iluminando la oscuridad de la mezquindad. La piel con el cáncer de la inmadurez. La mudez de una máscara perpetua. La maldición de las puertas cerradas al futuro, al crecimiento. Los fantasmas que se hacen hablar dominan esas vidas. Las personas que se fueron querían dialogar con sus seres queridos. Otros los reviven para ocultarse en sus pasados imposibles. Y así su poder inmanente. La censura como ataúd. Y el cuerpo de Houdini caliente, todavía sudando reflejos de los asistentes que usufructuaron su cadáver exquisito en una relación inconfesable. Noches con amigos y una intimidad con planes disfuncionales. No se puede nombrar la tragedia sin abrir la herida. Mejor no. Dos amantes, dos hermanos, dos almas gemelas. Dos labios bajo la nieve y siglos de gárgolas que son testigos. Solo queda la escritura en las sombras. Las lágrimas de un amor prohibido. Los originales falsos. Las anotaciones marginales. Biopolítica de las autopsias. La memba y los mensajes en ratas de una biblioteca inglesa. Las lauchas espías de un once retroactivo. Paradojas del dolor, estrategias de la sabiduría para solicitar una objeción de conciencia. La maldición del conocer la verdad negada. En esa cárcel de laberintos consensuales no hay deliberación posible ni fundamento para las encrucijadas. Los salitrales queman entre líneas todos los textos sagrados. No hay crucifijos suficientes.  El mantra de un pecado evitable de hijos de azufre. Socios interesados en legados. El evangelio escrito por un ejercito de Judas. La ética más allá de toda anomia. Nunca celebrar su ausencia, ni su resucitar ficticio. Cartografías de la necrofilia. Todos los puentes llevan a las catacumbas de la desmemoria. El tótem disecado y hueco. El tabú enterrado y respirando. El libro del olvido se escribe con silencios. 

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Fósforo

Cerca del puerto las plantas no crecen sino crujen, las miradas mutan por la desconfianza y las calles son un desierto de arenas asfaltadas, con ríos de brea volcánica y oasis de sombras ardientes. Sus habitantes tiene la voz con grietas que sudan la sal que viene del mar, de esa contaminación de la que no se habla aunque se respira sin parar. Todos sueñan con un jardín imposible, riegan religiosamente a un dios petrificado y juegan a la ruleta rusa con corchos de sidra sin gas. En ese futuro iluminado por musgos empetrolados, por esos tubos de azufre descomunal, por todo ese árbol de navidad constante en el distante horizonte, regalando napas contaminadas, promesas de insuficiencias respiratorias, como una generosa opresión publicitaria. Los informes cómplices son auditados por ingenieros millonarios en barrios privados y vecinos con leucemia, con tormentas que queman sus venas, con asmas recién nacidos y migrañas que palpitan constantes. Esos niños lloran sus denuncias a gritos mientras sus padres sobreviven en la marginalidad ambiental, viajando a limpiar casas en la ciudad indiferente. Un puerto que procesa pobreza y despide la plusvalía de la salud obrera. Una ría de sangre anémica, cangrejos en extinción y peces ausentes. Pescadores borrachos de pasividad, desapariciones históricas e incapacidades de un teatro de títeres rancios. Ninguna ortopedia puede salvar tal mutilación original. Un arco iris gris brilla después de toda lluvia ácida. La quema que nadie conoce siempre estuvo ahí. Sigue paciente contando sus historias bajo algún techo de Villa Nocito o de todo ese chaperio ruidoso que creció sobre la ruta. Maldonado versus White, un ingeniero oligárquico versus un santo rey de España, arquitectura de la ciencia extractiva versus opio existencial eclesial. Enfrentamientos de oligarquías infradotadas con los alquimistas de la ignorancia. Esa comunidad tuvo un apocalipsis al nacer, por eso nació tuerta. Eso invisibilizó a sus verdugos y le puso vértigo a la lucha de clases, a las batallas de los carnavales capitalistas. Cada bombucha de canillas flojas, cada baldazo de agua cargada fue un saqueo histórico, una herida en la memoria frontal, una cicatriz atrofiada a los músculos de su resistencia frustrada. Los mutilados ojos que siguen, entumecidos e hipnotizados, ciegos al horizonte de una ciudad con el mar robado, con ese fósforo como cetro oscuro del embrujo industrial.   

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A la vuelta

Al atardecer asomó sus sombras en la vereda sin saber qué tipo de desesperación muscular lo impulsaba. Tenso y al borde del llanto llegó a la cerrajería de la calle sarmiento, en un día con nubes bajas y un viento lleno de pequeños remolinos de polvo, hojas secas y pedazos de diarios viejos. Entró a ese local que quizás fue antes un kiosko oscuro, una panadería siempre vacía y varias reencarnaciones de un salvavidas laboral, de alguna indemnización ilusoria. Hacía tiempo ya que ese negocio de cuatro por ocho metros respiraba esfuerzos de dignidad, llaves universales y cerraduras amables. Caminaba arrastrando los hombros, como quien llega tarde, muy tarde, tan tarde que ya no es esperado. Un recuerdo ya olvidado. Se saludaron, primero con la vista a unos metros y después moviendo la cabeza. Actuaban con naturalidad pero no por eso dejaba de ser extraño. Un vacío inundado de interrogantes ya secos. Padre e hijo después de tanto tiempo, silencio y distancia. Los ojos de Andrés no tenían una gota de ese barro negro del que está hecho el resentimiento. No era amnesia, no era perdón, era una suerte de indiferencia sobre su pasado, sobre la silla vacía, sobre el vínculo negado, sobre la autoridad de la sangre. El ADN puede mutar con la acción sino se estanca y pudre con el rencor. Hugo los había dejado hace mucho tiempo. Andrés tenía cinco años, una madre y una hermana y un jardín de infantes mutilado. Las razones son un misterio pero Andrés y Valeria, su hermana, nunca más volvieron a tener trato con él. Hugo se mudó a la vuelta de su hogar y durante más de 25 años vivió ahí, latiendo dentro de un cajón infantil en un cementerio emocional, sin saludarlos ni ver a sus hijos. Mirando para abajo al cruzarlos, evitando caminar esas veredas, entrar en esa cuadras que no los recibieron más. Ambos mundos existían pero con el paso del tiempo la chispa de la bronca murió y la monotonía cobró su hegemonía inercial. Una cicatriz más a los ojos, en las calles, en esos metros que eran abismos. Ese juguete amado y perdido, después de tanto tiempo volvió y Andrés lo escuchó con la paz de un viejo jacarandá. No tenía trabajo, no tenía ni dónde dormir. Estaba completamente en la calle. Hacía mucho, mucho tiempo que Pablo ni se preguntaba por él. Sin dudarlo, le dijo que podía dormir en el primer piso de la cerrajería, que ahí se podía tirar un colchón y que trabajo iba a tener con él, que no se preocupara, que todo iba a mejorar. El padre se lo agradeció con un abrazo sorpresivo, con un ataque repentino de emoción. A Andrés lo conmovió, el abrazo emocionado y esa sensación: Darse cuenta que su padre era todavía un niño, que su lucha lo habían derrotado, que estaba totalmente perdido, en un triste ocaso, como alguien que naufragó. La diferencia es que Andrés pudo salir de sus tormentas, con su madre humilde, con sus preguntas en la mochila escolar terminó muy bien su secundario, no supo o no pudo estudiar en la universidad porque entró a trabajar en un supermercado en el que conoció a su compañera, la madre de sus dos hijos. El cuidado de Andrés por su familia, incluida su hermana y su madre, a las que nunca dejó faltar nada, fue con la ferocidad de un perro guardián. Con esfuerzos sinceros y reflejos naturales, con respuestas como un bosque impenetrable protegiendo todo, fiel y paternal. Andrés exorcizó el fantasma de haber estado ahí del abandono, a metros, en cada cumpleaños, en cada momento. Unos metros de abismo y ladrillos rojos, muros ciegos, unos patios de por medio, llenos de yuyos  amarillos y rosales muertos. Tanto dolor disponible para exigir, demandar, gritar y pelear; y ni una palabra, ni un intento de explicación, ni una arbitraria acción simbólica, todo ese odio potencial a la mano; pero no lo utilizó. Ese fantasma que demanda una explicación se fue, esa mordedura de la angustia ya estaba cicatrizada. Andrés podía ignorarla, podía decir que eso pasó. Pasó y la vida siguió y porque siguió eso pasó. Recordar algo que se olvidó en la acción es encontrar placer en una herida perdida. Visibilizar el sufrimiento invisible, revivir una sal retroactiva. En cambio, Andrés pensaba en sus hijos. Eso era su felicidad expandida. Cirujear en el pasado para buscar algún reproche exquisito o deuda pendiente, era la llave masoquista que abre una casa embrujada. No hay que atender esas llamadas. Andrés abría puertas sin miedo. Se purgó de ese desengaño, de ese desamor que se desarmó en el fluir de amar lo que se construye. Un nuevo hogar y un juego de llaves universales. Sin mirar atrás, a la vuelta, sin sentir nunca la amenaza de ese iceberg poderoso del dolor que estaba ya derretido por la acción.

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