sábado, 6 de julio de 2013

Instantáneas ┼ John Medeski - Luz marina


desiertos marinos, embarcaciones hundidas, saleros robados, atardecer con certezas huecas - Maldonado 2011
Nuevas crónicas de CV de su libro clásico y acompañando el gran John Medeski -que hace un par de  viernes estuvo visitándonos por el barrio comiendo buena carne argentina con buenos amigxs- con un temazo de su nuevo disco / nueva etapa solista. Pianos y salú!

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Llaves ciegas

Una y otra vez. Esa música de las olas golpeando los barcos pesqueros, la madera salitrada y el hormigón continental, esa masa de entorno forma una orquesta desarticulada que parece predestinada a paralíticos de sorderas absolutas, maldiciendo sus almas encerradas en piernas de trote fantasma. Las gaviotas están ahí aunque no se ven, galopando en la densidad, gritando desde algún mástil, tan ciegas como las piedras en el fondo del mar. La fiebre me hace rezar a la luna, llorar la ficción furiosa y fatal de extrañar una estrella fugaz, un cielo subterráneo, una cueva sin techo. Soy un lobo afónico afiebrado eclipsado. El muelle tiene una luz cada trescientos metros y la neblina incendia con grises lo visible, lo hace desaparecer y es imposible ver más allá de dos o tres centímetros. Recuerdo un pasaje de la Biblia en la que hay ceremonias de violencia divina y, como un reto repetino, un tinglado cruje mientras un gato negro corre para retener esta noche de conjuros. Me doy vuelta apretando un rosario inexistente en mis manos. La densa niebla, espesa como arenas movedizas hace que haya nuevas paredes, sangrientas de grises, a cada paso. Salir a caminar mi tristeza con el puerto en estas condiciones tiene consecuencias existenciales. Llevo esa piedra y la cadena que tanto me costó soldar. Los barcos abandonados tienen un brillo oxidado a la luz de la mañana, con un sol de junio inminente pero todavía ausente, débil, impotente. Un candado colgando de mi pecho como una cruz pagana, un ateo muy devoto por su fin. Todavía están las banderas de países anexados desteñidas por las diplomacias del viento que las perforaron con hipocresías educadas. No hay más islas más impenetrable que la del miedo original, el llanto inicial. El mismo aura de la humedad reseca por la soledad. La misma respiración asmática que emana un calor insuficiente. Ni el vapor de la respiración primal se puede ver. Mi estado febril es tan fantástico y curioso como un faquir ostentoso, pero sin duda más mañoso que un mandril infantil. Muchos grillos arbitrarios hacen sus coros ambientales y varias gaviotas idiotas, más tarde, me hacen de transición hacia el silencio. Ya se impone el concierto principal, la fricción constante del mar sobre la playa que genera una chispa de sonido hipnótica, un sedante asesino, un opio exquisito. Bajar la fiebre con todo un salitral oceánico en ritmo circular. Escapar de esta temperatura de vida en la que mi cuerpo cayó. Pateo un juego de llaves de puertas siempre abiertas. Ya escuchamos el alba que nos canta suavemente esa canción dolorosa como un parto final. El misterio como llave para salir del mar allá, del mar acá. El mar para entrar siempre a la ceguera de lo secreto. Una y otra vez.

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Cosecha oculta

Otro día de alimentar los callos termina y el tractor avanza tosiendo su gasoil rebajado, manoseado por cada eslabón de la cadena de distribución que llega a la estación de servicio semiabandonada de nuestra comunidad marginal. A la par, las vacas custodian al carro cerealero, oxidado y austero, como si  reconocieran el rito comercial que realizamos como siervos industriales de la gleba internacional. Y seguimos cuesta abajo sobre la calle triste, sobre el camino de la huella, sobre el riel vegetal, la mirilla a donde disparamos la velocidad en las horas más pesadas, atajando los mosquitos insistentes que nacen de las costas del arroyo de troya, en la bosta seca de un viejo caballo jubilado, nunca maltratado. Otra tarde respirando el asma con un viento autoritario, con una garganta de arenas húmedas, de silencios electrificados y lenguajes alambrados. Esquivando el humo nervioso del tabaco de un gaucho abismado por nubes de incapacidad, con ese motor que trota como un caballo hacia su cuadro, sentado en el guardabarro del R60, al costado de un timón negro. En esos meses, se sembró el miedo como la peor flor amarilla que creció en mis pulmones asimétricos y afloraron temblores agrios de caer, ahí, bajo la rueda gigante. Una necesidad de gambetear las caricias del desafilado arado en mi cuerpo, evitar que el chimango me respire las manos mientras empujo los granos para la boca de carga, intentando no sumergirme involuntariamente en el silo y nadar al más allá entre granos, bichos y ecos de una desgracia todavía latente. La cicatriz sin despedida, la aparición de las sombras. Esa orfandad fraternal, esa silenciosa negación, dominaba nuestro humor y no podía toserla sin sofocarme. Conflictos y gritos, instinto y autoridad, temperamentos y torpezas, orden y tradición, ninguno de nosotros se lo imaginó. No se llevaban bien. No pude entender muy bien porqué y no pude preguntarle a nadie tampoco. Un campo pequeño y un infierno sembrado. Lo único que sabía es que mi hermano era la mejor persona que conocí en esos primeros siete años de mi vida. Esa vida, la primera que tuve. Simple y fiel como cada uno de los horizontes que compartimos cerca de la desembocadura del Río Colorado. Papá nunca más habló del asunto. Mamá se fue a los dos meses, después de llorar encerrada semanas, abrazada a la foto de José. Mientras lloraba desgarrada, siempre con la mano en su vientre, con puntadas, con pastillas, sollozaba sola y hablaba de huir, de irnos con los abuelos hacia el sur, a Puerto Madryn. No pudo nunca superar lo que pasó. Nunca más se habló de eso. Ni cómo ni por qué. Ni de Mamá ni de José. A veces teníamos que esquivar las preguntas como a los cobradores cuando íbamos al pueblo. Yo simplemente decía que no sabía. Todos rápidamente entendían y algunos ni preguntaban. El tiempo, la lluvia, la cosecha, toda la vida, nos pasó. El viejo también se fue, a su forma, apagando, osco y áspero como la tierra, reseca, dura que lo sepultó en el cementerio. Nunca lo vi del todo triste ni del todo feliz. Era muy religioso pero tajante hacia dentro, tan golpeado y callado, filoso como los cuchillos y huidizo como las piedras de afilar que les gustaba coleccionar. Los misterios hoy son rompecabezas perdidos, huellas borradas, fuegos apagados. Parecen escondidos en las túneles de los peludos que cazábamos para Mamá. Oculto en un escabeche casero, en un caparazón de relatos sin voz. Una verdad negra en la oscuridad más profunda, en una cueva bloqueada por un alud de piedras trágicas en una montaña inaccesible. Un ataúd en el mar, en las venas de un río. Un secreto frío en una laguna congelada de mi vacío. La conjetura es la realidad de la imaginación. Un descuido, una acción irreversible y el campo se inundó para siempre, se enajenó para todos, se hizo infértil, inútil a toda lluvia sanadora. Por momentos, mis recuerdos vuelven a sentarse en esa rueda y siento ese perfume del rocío en la mañana, el aroma de la gramilla del camino, veo ese atardecer anaranjado. Siempre parece ese ayer. Doblo la curva de las páginas que escribí y el estanque de musgos crecidos y ese molino chillón que hacía nacer los vientos asoman a lo lejos, allá abajo. Siento esos días de soles consumidos en mi piel y fácilmente vuelvo a estar ahí, otra vez por la pendiente en punto muerto con el viejo, cada uno bajando con su cosecha oculta en sus miradas callosas.

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Globos 

Un azul inundado de tranquilidad, una mano como una ostra, se abre. Cuatro almas rojas entran en escena como cisnes salvajes excitados por su destino maldito. Los hilos dejan de dominar sus bíblicos planes originales. El soplo de una muda voz los libera de un árbol despojado de meretrices, como hojas cayendo hacia arriba. Unas palmeras son testigos indiferentes de esos satélites de sangre elevándose en una profundidad de pura meseta ascendente, sin dudas ni nubes en una velocidad accidental. Al ritmo de una ingenua paz como deslizándose contra la gravedad, nadando en el aire con movimientos imperceptibles, con sacudones invisibles, con brazadas imposibles, con la fuerza inercial de un acto hipotético, de una libertad irremediable. Poco a poco se van separando del ramo, como respondiendo a acciones guionadas, hacia puntos cardinales, siguiendo las lunas de Saturno a un ritmo que nosotros no vemos porque hay un cielo que se cierra perfecto en su intensidad. La mano extraña controlar como aquel que tienen sed de caer. Las palmeras, con sus escudos, no entienden los silencios de la emancipación abierta y sus peligros. En un rito de ícaros instintivos, los hilos desaparecen en ese acto sacramental, en una huida antes que el horizonte superior los haga arder y vuelvan a volar hacia el suelo como un esqueleto opresivo, para ser olvidados, ignorados. Ese todo azulado y perfecto como un logaritmo, cerrado a la incertidumbre humana como las preguntas cosméticas, se mantiene indiferente a los esfuerzos impares de los mártires en el agua oxigenada. Partituras de libertad, mapas de amor, manuales de independencia final. Una mano se cierra. Desaparece de la escena. La luz en fuga hacia otras costas arrastra azules y mesetas. Su huida hace desaparecer las formas de la insulsas palmeras, sus armaduras de incomprensión y solo queda la dignidad del acto latiendo, su fantasma desnudo, abolir la propiedad, olvidar todo verbo posesivo, exorcizar la coherencia en acción, dejar partir y caminar con la propia ceguera iluminando otro cielo incierto.

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La despensa

Los árboles tienen casi ochenta, cien metros. Apenas creo lo que veo en mi impresión infantil. Nunca vi árboles tan altos y no estamos sino a 120 km de casa. Rodean todo el camino al costado de las chacras, ni bien nos bajamos de la ruta. Al rato, las chacras se hacen campos y después extensas estancias tradicionales, míticas de varios capataces, de dobles apellidos, de grandes capitales. Esos campos son "estancias". Esas estancias tienen "entradas". Lindas, logradas, formales. Con "techito". Siempre me imaginé darles uso a esos techos en días de lluvia penetrante, agresiva. Su nula utilidad, su pura solemnidad aristocrática fomentaba mis proyecciones. En el medio de esos inusuales caminos, demasiado fugaces, imaginaba cubrirme bajo ese techo de una lluvia a la que nunca temí, de un granizo que arruine las semillas recién florecidas. También esas entradas tienen nombres que diferencian a las estancias de los simples campos obreros, anónimos, de familia sin apellido compuesto ni renombre patricio en la sociedad rural regional. El viejo me relata lo que vemos. Me dice que suelen tener más de un casco, que llaman "la casa" solamente al casco principal. La peonada vive en un casco donde los árboles son más bajos y el verde menos verde, aunque las casas sean mejores que todas las que solemos ver y visitar a diario. Me la señala mientras veo el verde más verde. "La familia" protegida por una arboleda preciosa con juegos soñados en los jardines, una fuente, un aljibe, con hojas doradas en sus suelos, con colores generosos, espacios de recreación, una pileta de verdad con agua potable. Nada de arroyos, estanques y musgos.  Me impresionaba. Pasamos la lujosa introducción a la pampa húmeda para ir a nuestro destino más plebeyo. Venimos a trabajar a no sé qué campo, de no sé qué pariente de un vecino que nos prestó una cosechadora especial. El viejo pronunciaba perfecto "John Deere" como si se lo hubiesen enseñado en la escuela que abandonó a los diez años. Entramos ya en tierra de nadie, en un desierto social de árboles callados, sin alambrado ni vida animal aparente. Después de treinta minutos de monótono camino de tierra, dos puentes y alguna vaca perdida, las tranqueras son cada vez más precarias, las entradas más endebles y anónimas, una cadena o un alambrado atado "difícil", la huella más poseada, intercalada con serruchos vivos, agresivos con nuestra vieja rastrojero. Frenamos, un poco por los serruchos supongo, otro poco para ver dónde estábamos, antes que la noche nos serruche la luz. Y detrás de un paredón vegetal, asoma un techo apenas iluminado por algunas pinceladas perdidas de aquel atardecer en fuga. Tiene un jardín de plantas bajas, una suerte de trinchera verde lo cubre sutilmente. Hay que estar muy atento al pasar. Desde afuera se nota que hay poca energía, quizás una batería alimenta todo, quizás es simplemente un foco tímido. Entramos y mi insignificante enigma se descifra: Es una despensa. Un gran edificio antiguo, techos altos, puertas dobles, con puertas persianas incluidas, picaporte corto, redondeado, algunas parte del zócalo de las paredes exteriores están descascaradas, como si estuviese cambiando la piel. Se ven los ladrillos fieles, grandes como los de antes, como huesos con carne roja de la pared todavía ahí. Entramos y el piso cruje, madera vieja y quejosa. Un "Buenas tardes", pectoral y formal, se hace para abajo el mentón, con una mirada siempre pacífica, con la boina en mano y como estrujándola. La parada y la mano en la faja. Un olor pesado acompaña esa luz tenue. Estamos en el pasado. En el relato del relato, estamos en el pasado de mi pasado. En un espacio anterior a un tiempo que ya dejó de ser presente hace más de dos décadas. Veo frascos con aceitunas, cajas de masitas, fiambres, quesos, chorizos, una heladera de seis puertas, enorme, forrada de madera eterna, con un motor visible en la parte superior. La abren y se ve que tiene los pedazos de la res listo para rearmarla. Falta el cuero nomás. También sobresalen patas de cerdos colgadas, cajas de fósforos amontonadas, una vitrina contiene las galletas, los grisines y demás creaciones de la levadura inflada. La vitrina tiene a la Vírgen María, a San Cayetano y al Gauchito Gil compartiendo el altar protector. Un mueble alto hasta el techo contiene botellas, lámparas, cajas de espirales, latas de conserva que quizás nunca sean retiradas de esos estantes en el Siglo XX. Botellas de aceite, botellas de vino negras en las cumbres de la habitación por el calor de las hornallas de acero de la cocina a leña. Leo "Carelli" en una de sus puertas, la que me permite observar la braza ardiendo, existiendo. Pienso: "Careli" dice siempre el viejo. "Todo está careli". Eso era cuando estaba de muy buen humor. A pesar del ambiente y de respirarse un perfume seco, todo parece estar limpio, ser confiable. La despensa alimenta a muchas familias de varias pequeños campos y algunas chacras del más allá. "Incluso de vez en cuando vienen de 'las estancias'" afirma el paisano orgulloso. No es para menos. La igualdad circunstancial, ya sea por la necesidad o por la muerte, genera ese orgullo extraño. Las damajuanas se amontonan de forma piramidal en la esquina del salón. Muy cerca están las bolsas de harina cuatro ceros. Pan y vino, vino y pan, la sangre y el cuerpo del gaucho resucitado. Un perro duerme cerca de la puerta, custodiando a los viejos vizcachas sueltos del oasis matrero. Mientras, los mayores intercambian silencios me concentro en mis exploraciones visuales. Las latas de masitas tienen el óxido en la parte inferior y no parecen tan ricas como las que compramos en la feria de la sociedad de fomento. Ya sé que son las horas de trabajo y el hambre las que las hacen dulces incluso con mates amargos. Una señora en delantal sale de la cocina con las manos ocupadas y me olvido de las cajas de galletitas. Deja una olla grande en las bocas del fuego de la salamandra. Se ve el fuego por el corazón transparente de esa cocina metálica. Las maderas le crujen a la mujer, a ese cuerpo macizo y otras maderas le crujen al fuego con chispas. Compramos un poco de pan, unas galletas, unos salamines, un chorizo colorado y un vino para no llegar con las manos vacías. Hipnotizado por la pava del regimiento militar, me quedo estudiando la salamandra y hago inútiles cálculos de cuántos termos puedo cargar con una pava que calienta varios litros de agua más. Tenemos que seguir viaje. No sin antes preguntar educadamente "¿Conoce lo de Don Raúl Fontán? Nosotros venimos para lo de'l'" aclara mi viejo. "Claro" responde el gaucho, acercándose un paso más para hacer unas señas hacia la ventana y dice: "Siga 40 kilómetros, por la principal, y del cuadro con la manga tapada y rota, la próxima tranquera, ahí es lo del Fontán. No tiene cartel pero no puede errarle". Agradecemos con gestos reflejos pero apropiados. Cuando salimos, me doy cuenta que la noche hace más soberbio la timidez del foco que nos recibió. Los grillos y los búhos levantan la voz, les cantan sus presencias a sus oscuros dominios. Me despedí de la despensa en un adiós lejano, en  esa selva agrícola, anónima ganadera y cuando cayó la noche, caí en la amnesia de lo que vino después. Misteriosa decisiones de mi memoria, cortar la grabación en el medio del bosque desierto. Simplemente guardo el recuerdo de la despensa como un tesoro protegido bajo uno de esas "techitos" que preservan azares ante lo corrosivo de las lluvias del olvido.

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Naranjas

Una luz marina celeste y opaca combate ese aire polar que llega en carretas desde el mediterráneo, una brisa fría que penetra a todos los huesos unitarios en tierras siempre perfumadas por la revolución en su termidor, recortada por dos ríos celosos. En esa isla de mares mortales, ellos dos posan para el lente monocromático del aristócrata de la imagen luego de horas de trabajo a destajo. La riviera alpina con todo el glamour de su feria de frutos brilla. Ni en Cannes ni en Montecarlo se podían encontrar mejores inmortales. Esta pangea separada por las cuencas intuitivas tenía a esa ría como prólogo de las costas que llenaban de azules los ojos más oscuros. El tiempo bajo los rayos de un día de cosecha hace dócil a los caballos más salvajes. Posar sin posar, frenarse al misterio de una máquina inexplicada, inimaginada. Confiar el alma sin explosiones. Un segundo para siempre. Ignorar a dónde terminaran esos segundos, las naranjas, el dueño, el ojo, la máquina, el trípode, los sombreros y la tienda luego de la tormenta que azotó toda la costa francesa en esos años iniciales. Las naranjas dominan el sur en un largo desfile y así el negativo recién nacido, inquieto, rebelado. La imagen tiene el aire de familia de ese sol de un solo color. Nunca más un arco iris blanco y negro será igual. La cosecha en el suelo, y así las cajas del destino dicen "nice", los canastos con hojarasca son huérfanos, seguirán las malezas a limpiar, y las naranjas desbordando en mesas y canastos gigantes apuntando con sus ombligos frutales. Los dos están parados ante el ojo del pirata cristal. ¿Hablaron nizardo o ligurienses? Quizás un raro italiano afrancesado en medio de varios gitanos y algún moro con guiño resistente. La dama sentada, ante balanzas y canastas, cilindros de paja atada bajo la mesa, bajo el toldo de una feria ocasión, llena de camiones italianos, que quieren lo mejor para los sardiñenses. El caballero, parado, bigote señorial, sosteniendo una caja, con casi tanto polvo como esas bolsas de hojas secas, arrancadas a los naranjos en flor. Un decimonónico sistema es superado por un anaranjado mecanismo del futuro carbónico. La naranja mecánica de la fotografía color, ahí paralizando las arenas para los museos de la realeza, por tarea de un explorador patricio y gracias a la fortuna de los rieles, trenes y almacenes de frutas industriales. Todo pasó entre dos ríos, entre dos siglos. Las naranjas siguen ahí, hace cien años, hoy, esperándonos, en un cerrar de ojos y un abrir de sueños, en un amanecer retroactivo en esas costas azules, en un gesto eterno, entre el segundo anterior y el segundo posterior, entre el Magnan y el Paillon.

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