Pan caliente
Asomaba rodeada de piedras del tamaño de vacas. Vacas de tierra, un ganado corroído por lluvias de viento, por diluvios de remolinos, susurros de la cordillera en un soplo constante. Una caja de adobe y madera, con una salamandra como corazón respirando por ese caño que da las únicas señales de humo y el calor de vida. Las ovejas pastan cerca de la casa como si el alambrado inexistente las mantuviesen cerca de un casco imaginario. La casa no tiene ni un árbol, ni un tamarisco, ni un sauce gritón. Estepa y pedregal. Solamente esas piedras sin reparo ni sombra, semovientes de tosca, como contención. Aplaudimos, levantamos la voz, golpeamos suavemente y nos abre una mujer, una joven madre con su hijo en brazos de piel suave, en sus años mozos. Les comentamos que estamos trayendo el agua a la escuela desde la montaña y conociendo a los vecinos. Su hospitalidad y bondad parecen tan natural como el perfume del rocío en una mañana húmeda de los andes y tan cálida como los atardeceres andinos y amarillos que nos arrojó cada día Chos Malal. Entramos. La desconfianza y el miedo no eran lenguajes anudados por allá. La inseguridad es un invierno duro, de ovejas flacas. Los que más se roba en este barrio son recursos naturales y con grande máquinas imparables. Nuestros dedos y palabras de niños crecidos explican la obra, señalando por la única ventana el casco de la escuela, con el molino y la arboleda. La escuela tiene esos antepasados árboles, hijos de una primavera estatal, que permiten identificarla a varios kilómetros. Se pensó, dijo el director de la Escuela: "Gobernar es plantar". El reparo de escuela gris con un pasado verde que necesita agua. Las paredes de la casa tiene agujeros por donde los remolinos silban sus canciones. La mujer se pone contenta por el agua. "Mi hijo va a ir a la Escuela" nos dice. Habla, cuenta y el cuarto acompaña con su música eólica. La casa se mantiene por un raro equilibrio de agujeros, orificios, carencias donde los tarareos del viento permiten que los huracanados ánimos cordilleranos no la haga vibrar, volar, partir. Esa porosidad es una elegida indiferencia, un sufrir selectivo. Quien no puede (no quiere) elegir, sufre. La salamandra con su sabio músculo total tiene poderes de ancla de fuego. Nos ofrece un pan caliente, recién horneado, bien casero, generoso y maternal, tierno como ella, una madre solitaria y celestial, fuerte como las piedras que la rodean, que parecen sembradas, brotadas en un suelo agresivo. Esas piedras que sacamos para hacer la zanja del caño que traerá el agua de las cimas. Nunca preguntamos por su marido, su pareja, por sus demás hijos, por su juventud, su camino, por sus mañanas pero agradecimos los mates y la invitación a pasar. El pan sigue caliente, atesorado, en el recuerdo, en su espontánea generosidad con dos chicos de diecisiete años con modales lejanos, con miradas tímidas, de crueldad selectiva, brújulas imantadas y mapas de tesoros imposibles.
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Espejos de sombras
En una alcantarilla del entubado aparece corriendo hacia la mitad de la cuadra. Esquivando botellas, bolsas de basura, surcos de agua mutante destinadas a bañar a las ratas que habitan el laberinto subterráneo. En medio de toda esa opacidad instintiva, eclipsando los reflejos de la penumbra, juegan a las gambetas las sombras de los recuerdos, de una cena importante, de una luna llena de testigo ojos, de un salero robado, de un beso fugaz en una galería primal, de una bufanda regalada, de una ficción inspirada en el amor o de un amor ficticio inspirado en el vacío, en la ausencia de raíces, de matrices. Y esas sombras del autoengaño justamente son las que hacen que en la noche las baldosas brillen, los adoquines destellen una magia tanguera, romántica y nostálgica, ácida pero dulce, insultante pero educada, y todas sus letras de arrabal dialoguen como en un acontecer. Las sombras toman forma de fuego negro, de llamas prendiendo todo el entorno gris, todo como un bomba estallando púas, ardiendo todo con preguntas y con espinosa intensidad, con trampas incisivas de un momento inolvidable en el exorcismo de la escritura archivada, precisamente en la bóveda sorpresiva del memento traicionero. Las combinaciones del olvido hacen que sea imposible saber cuándo es la temporada de siembra. Cosechamos la semilla de la amnesia cuando el terreno es propicio, cuando el karma lo transpira en su sentir. La piel se curte con esos cuerpos sombreados reincidentes, con mirarse en un lago de espíritus caídos de la noche impar. Nadie conoce el interrogante que guardo en mis labios rabiosos. Ni se animan a conjurar mi boca. La maldición es ignorar aquello ausente. El arte de amar no es un arte, ni una ciencia mística. Es una práctica fugaz, destinada a desaparecer. El arado de las arenas de la memoria no puede estar preparado porque la decisión la toma el ciclo natural que abre la tierra para la semilla del olvido en el cuerpo o en el horizonte de ese espejo de sombras secretas.
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El bar "el 20"
Después del frigorífico, después del taller, después del camión, después de changuear, después del tiempo muerto, de la repetición del ayer, del mañana rancio, de la vida consumida, después de saludar al patrón, después de desconfiar de la propia sombra, después de mirar para atrás y apretar los ojos cansados, después de la vida dejada para después, después del después, en la esquina, en el bar se deja el sombrero de la racionalidad, la burguesía de los proyectos que no se supieron evitar, el saco de culpas, de los roles de un tablero invisible, donde el estado de naturaleza se civilizó en la alienación, en cuatro paredes, en un frenesí apagado, en un placer obturado, muerto. Entonces, entramos a la selva, con esas sombras de heladera y vinos baratos, un flipper, un metegol, dos billares, un tufo a lupanal, las moscas espías, los ceniceros de cinzano, los calendarios con mujeres alfonsinistas y las islas de las mesas diagramando las tribus del barrio divido por el asfalto incompleto. Una lamparita en guerra abierta con el humo de cigarrillos que alimenta un cáncer que tiene más vida que la vida en fuga, más cotidiano que el placer, más ejercitado que la curiosidad. En ese momento, todo se vuelve una familia de lobos, de hienas sin el poder de la ironía, cinismo congelado y crueldad violenta. donde todo puede terminar en el desafío de sangre, de un facón sorpresa, de puños volando, de botellas estalladas, de cicatrices futuras. En esa épica tensión del peligro inminente es donde se cuentan las mejores historia, donde los niños aprendemos todo lo que hay que aprender de seres nunca más ejemplares, borrachos de sinceridad, sabios de errores, historiadores del fracaso, científicos del cortejo, seductores de leyendas, pensadores de la barra, embriagados de reformas sociales, se juntan a inspirar a las musas, a relatar leyendas de mares, a cambiar el mundo dormido en ellos, pero se juntan para ficcionar la jungla, chiflar, cantar, golpear la mesa y exclamar, volver al grito primitivo, y gesticular lo inexpresable, y escupir la solemnidad, y conectarse con la incertidumbre, con el desafío de la mortalidad, en un barro de charcos de agua podrida, gladiadores gauchos en la pampa del salitral, con sangre de grapa, con diálogos etílicos, con la sangre evaporada en la piel y el vino corriendo en las venas, y así volver al rancho con las certezas nubladas, con la cirrosis estimulada, con la pesadilla sedada, empapados de ron y roña y de enojo transpirado, exorcizado hasta mañana en el club de la naturaleza. Y así, al otro día, en la resaca del amanecer decir buen día en voz baja y celebrar ese ficticio contrato que nos devuelve al religioso leviatán de la rutina, al gobierno incivilizado de la vida industrial, a las certezas del fenómeno castrado, de la grata seguridad de la alienación violenta, el placer encerrado, lo salvaje sedado y el después circular.
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Ecos del eros
Y en esa tarde, las mismas horas congeladas de siempre. Los minutos se aburrían y cada segundo transpiraba titilando incandescente, acompañando al fluorescente. En ese futuro día para el descarte sabían sus destinos, su condena anticipada. Cuerpos, territorios, fantasmas industriales. Reunidos, amontonados, esperando circulares. Entonces empezó el ritual. Terminó predecible con un empate de aplausos, con dos climax espontáneos, risas sinceras y algo de frescura. Vaya con Dios, con Zeus, el abismo y hasta la próxima rutina controlada, truco viejo que es la creatividad sin hambre. Entonces, en un roce excepcional, en un contacto de ojos, una sonrisa hace frenar al viento, reverdecer toda la inercia, abismarla con esa chispa de innovación que cultivó un gesto brillante, sobrenatural. Un silencio inquieto aparece. Eso que se oculta se hace evidente, en un dejo de la cara, en un relámpago de pestañas traviesas. Un secreto descubierto, en una confesión volcánica donde las miradas gritan un vértigo salvaje. Una música invisible, una revelación espectral de un estigma personal, cruzó su cuerpo y le generó un tifón, un sismo hormonal y fue evidente: una mariposa explotó. Ella lo decidió, como las decisiones infantiles, los miedos y las manías, los sueños y las porfías, se le impuso abrazar la idea, desear. Y así, antes de irse, se le acercó a hacer una pregunta, nerviosa, riendo con el cuerpo, sudando con los ojos, y el objeto amado ignorando ese proceso indócil, el temblor de lo inmóvil. Sus labios respondieron la pregunta en un lenguaje de la paz, la inocencia sexual, de las teorías utópicas, de los versos inofensivos. Su belleza era inmortal para ella, era ya un recuerdo petrificado, dorado, acunado en el jardín, bajo una parra de felicidad. Y tentada se dejó sodomizar por el deseo de tocarlo al saludarlo. Se hizo notar con extrañeza, una serpiente sutil, un veneno como un elixir, una abeja sobreviviente con su miel más dulce, una suavidad como una marca de agua. La más pura agua bendita. Él sintió el eco eléctrico de la tormenta sensual, una experiencia animal, un tornado voraz. Todo lo importante en ese día, en esa semana bisiesta, en ese tiempo de relojes de arena húmeda, todo esas horas fuera de los registros gregorianos, pasó en ese preciso instante en el que el roce de los cuerpos confesó ese fugaz e intenso amor en un segundo eterno.
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Lágrimas
Lágrimas
Amapolas despidiéndose en otra puerta, otro piso, otro ascensor, otro círculo se cierra hacia adentro. El tierno retorno a los sueños en loop. Ascensores que se desplazan en el inconsciente. La primavera terminó y los árboles lloraron sus raíces de jugo de naranja, las hojas dominaban las energías solares y despedían ese calor, nevando con cenizas de certezas el tiempo del exilio. Y la puerta se abrió y caer en una cueva donde el mar de la soledad te abraza nuevamente, es un renacer sin miedo. Rechazar a los fantasmas que dominan tus reflejos, la superioridad del instinto sobre la elección, la resistencia sobre la sumisión. Un dulce beso de despedida envuelto en palabras enterradas y manos firmando las últimas cartas, los adioses definitivos como la muerte, como la cicatriz de la ausencia. La piel como un salitral, como ese salitral vigente. Las velas esa noche ardieron para festejar un cumpleaños de un lucifer sufriente y despedir, entre deseos inconfesados, la orfandad de un desierto de promesas, una lucha inútil contra el sentir de un tobogán abismal. Una magia intacta que pulveriza el mercurio, que funde la carne en deseo. Todo el cuerpo se inundó de lágrimas musculares, de nervios de fuego, de tejidos de memorias desgarrantes, desgarradas, de drogas de un mecanismo de relojería, un nuevo hito del abandono, un máquina de ensamblar un reaccionario goce enfermo, de arco iris negros, de noches de asma, de sombras que son cintos pegando con la hebilla, de luces apagadas, de una catarata de humedad en el techo. Y era una tragedia musical con joyas que venían de Pakistán y los secretos de las más antiguas bibliotecas del Magreb. Bandoneones sumergidos en Puerto Madero, violines golpeados sin cuerdas, camas que eran casas sufridas, orquestas italianas y mafiosas ajusticiando al rencor, todas las monedas derretidas, todo lo exprimido vuelto al cuerpo, todo el sudor seco ya de llorar en esas cuatro paredes inmóviles, esa jaula de espejos letales que desciende. Una cárcel del exilio en caída libre, un castigo de intentos puros, una pena sin ley previa, arbitraria sentencia que aplica la injusta condena a la ferocidad perpetua. Afuera los licores del cielo caen como uvas y púas en una sinfonía triste, abro mi paraguas de chocolate, una noche de mentiras y temperaturas elevadas, de relámpagos que no engañan a nadie, que expulsan todo hacia las montañas invertidas. Tras el paciente trabajo de la lluvia ácida despierto con el azar de otro amanecer que me bautiza con sol y edad.
(se te olvidó postear este texto de la serie, te lo adjunto, no hay de queso)
ResponderBorrarOjos verdes
Lo vio por primera vez en un aeropuerto. Claramente, el contexto no era el propio, así que le pareció avejentado y confundido, taciturno. El le hablo de ciudades lejanas y viajes muy frecuentes. A ella le pareció en algún punto presumido. Acartonado. Ceniciento. Había que llegar a la morada del viento. A la guarida de los arroyos desquiciados de piedras y de transparencia. A la lógica del aislamiento. Allí la gente hablaba diferente y los tiempos eran otros. De repente el clima tenía un significado, y las nubes cantaban. En ese lugar, lo vio arreando los animales, descolgándose de gigantes pedregosos, tendiendo caminos diminutos pero cruciales. Lo observó ponerse las bombachas de cuero, como en los libros del primario, pero más cierto (todo más sucio, más resistente, más verdadero). Si pudiéramos sentir hombres de esta calaña (su mujer dice que tiene una excesiva fuerza en las piernas, en los glúteos, de tanto vivir arriba del caballo), los ejecutivos nos parecerían imbéciles flamencos desnutridos, sin la belleza natural de los flamencos. Lo vió hablar alucinado sobre el ciclo de los peces y cómo ya no había que pescar en esa zona. Lo vió enseñarle montar a su hijo, y entrar en el comedor que era pleno olor a guiso con una sonrisa casi infantil. Lo vió tomar un pedazo de carne y sentarse lejos de donde estaban los demás, con las bombachas de cuero puestas, y el facón en una mano, y comer a pleno mordiscón, mirando de reojo, como una fiera. Ahí entendió. Tanto se encariñó con su familia y estuvo con ellos, que le dijo: "Cuando me vaya van a hacer una fiesta". El le contestó: "La fiesta la hacemos cuando vuelvas".
Uy, se me pasó agradecer este agregado! Me encantó y se agradece que no sea de queso!! Esperamos más!! Salutes y sigamos!!!!
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